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El solsticio de invierno y la respiración de la Tierra

El solsticio de invierno y la respiración de la Tierra

Un año más, nos acercamos al momento tan especial y entrañable del solsticio de invierno y las fiestas de Navidad, y este año más que nunca lo hacemos en circunstancias particulares. La palabra “solsticio”  significa etimológicamente que el Sol se detiene, se queda quieto por un tiempo. Lo que podemos observar es que va descendiendo en otoño hasta llegar a su punto más bajo, y justo en su momento de inflexión, aparentemente se detiene, para luego iniciar de nuevo su ascenso hacia la primavera. Y con él, se detiene como en incertidumbre la naturaleza entera. Fotógrafos y astrónomos de todo el mundo han intentado reflejar este movimiento del Sol en una composición en la que se ve su posición todos los días a la misma hora y en el mismo lugar. Este recorrido aparece en forma de ocho o lemniscata y recibe el nombre de analema solar. El punto más alto de la lemniscata corresponde al solsticio de verano, y el más bajo, al solsticio de invierno.


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Hoy en día nos resulta difícil imaginarnos cómo habrán vivido los seres humanos de tiempos remotos la llegada del solsticio de invierno. Pueblos que aún vivían totalmente en el presente, que actuaban en consonancia plena con la naturaleza y sus ritmos, no disponían de medios técnicos ni de pensamiento racional, pero como su supervivencia dependía de la naturaleza y sus ciclos, eran capaces de observar de forma muchísimo más aguda que nosotros. Podían ver que los días se hacían cada vez más cortos, la oscuridad y el frío se expandían, los procesos de la naturaleza se ralentizaban hasta el punto de pararse prácticamente, e incluso que el Sol quería detener su movimiento en su descenso. Cada año, podían vivir un momento de incertidumbre: ¿será que ahora las tinieblas y el frío van a invadir por completo la Tierra? Y eran capaces de estallar en verdadero júbilo cuando veían que el Sol por fin había comenzado a ascender de nuevo hacia la primavera.

Rudolf Steiner, el fundador de la antroposofía, describe las estaciones del año como proceso de respiración de la Tierra en muchas impresionantes imágenes y conferencias (“Navidad, Pascua, San Juan, Micael. El ritmo del año en cuatro imaginaciones”). De hecho, si conectamos con la Tierra como un organismo vivo, podemos comprobar cómo nuestra propia vida anímica entra en sintonía con los procesos rítmicos de la naturaleza en el transcurso del año. Esta vivencia se encuentra bellamente descrita en el Calendario del alma de Rudolf Steiner.

En muchas de estas reflexiones se describe a la Tierra como un organismo vivo que exhala cada año en verano e inhala de nuevo en invierno. Sin pretender abarcar siquiera una pequeña parte de este gran tema, quisiera aportar una experiencia al respecto.

Con la euritmia, podemos vivenciar este proceso en el gesto de la concentración y la expansión, que es el arquetipo de cualquier ritmo, desde los más grandes hasta los más pequeños: el ritmo de la formación y la desintegración de todo el universo, el del nacimiento y la muerte, el verano y el invierno, el día y la noche, la vigilia y el sueño, la alegría y la tristeza, la escucha y el habla, la actividad y el descanso, las nuevas experiencias que hacemos y la reflexión sobre ellas, la inhalación y la exhalación, sístole y diástole, e incluso el ritmo mucho más rápido aún con el que aparecen y desaparecen los contenidos de nuestra consciencia despierta.

Podemos tomar la respiración como fenómeno arquetípico del ritmo y dejar que el gesto de la euritmia nos ayude a comprenderla: como gesto del inhalar, un gran movimiento de los brazos de fuera hacia dentro, recogiendo las manos cerca del pecho, y para exhalar, volvemos a abrir y expandir nuestro gesto hasta quedar con los brazos completamente extendidos como dos alas, mientras la espalda se estira y se abre. Parece lógico. Pero no nos precipitemos: si observamos bien, cuando yo me centro y me recojo hacia dentro, es cuando tiendo precisamente a exhalar, el tórax se contrae, el diafragma sube; mientras que, cuando hago el gesto hacia fuera, es precisamente cuando inhalo. Podemos notar que no es lo que parece, y que cada fenómeno contiene su contrario.

Vale la pena dejarnos guiar por nuestra vivencia: en verano, podemos hacer un gesto de expansión e inhalamos el aire, la luz y el colorido de las flores, la exuberancia de vida, nuestras salidas, actividades, las mariposas y los pájaros, el mar y el bosque, los encuentros y las nuevas experiencias. La Tierra exhala todos estos estímulos sensoriales y nosotros los inhalamos. Y en invierno, nuestro propio gesto se vuelve hacia dentro y exhalamos. Dejamos de buscar impresiones y estímulos cada vez nuevos, nos recogemos en silencio y nos vaciamos, haciendo espacio para la nueva vida y conectando con la Tierra. Y qué hermoso que en esta exhalación nuestra, la Tierra pueda inhalar y recibir las experiencias que nosotros le ofrecemos. De forma real, cuando expiramos, en el momento de nuestra muerte, la Tierra recibe e inhala no solo las sustancias de nuestro cuerpo, sino también se quedan en ella las consecuencias de nuestros actos.

En otoño, la naturaleza muere. Al exhalar, nosotros morimos, dejamos atrás las experiencias del último verano, entramos en el silencio expectante de la nueva vida que solo puede venir cuando lo viejo tiene el coraje de morir. La época de Adviento, que prepara el solsticio de invierno, tradicionalmente se ha vivido como un tiempo de recogimiento e interiorización. En las largas tardes, las familias se reunían en las casas a la luz de la lumbre o de una vela, compartían sus reflexiones sobre el año que se marchaba y contaban historias y cuentos edificantes. Con el negocio de la Navidad, en nuestra civilización esta época se ha convertido en semanas de estrés y de bullicio, las luces estridentes de fuera suplantan a la luz del alma que quiere nacer. Este año nos encontramos con una limitación a este bullicio impuesta desde fuera. ¿Nos puede llevar este toque de atención a redescubrir la esencia de este tiempo?

Podríamos llamar lo que ocurre en el solsticio de invierno un verdadero “punto muerto”. Incluso hay muchas culturas que vivían esta experiencia durante las 12 noches que van desde la Navidad hasta la Epifanía. Si entramos en resonancia con la aparente parada del Sol en el punto más bajo de la lemniscata, podemos experimentar qué sucede si exhalamos y paramos un momento con él. Es posible que nuestro cuerpo entre en estado de alerta y surja la ansiedad por inhalar de nuevo. ¿Qué pasa si probamos con quedarnos como un niño que juega ensimismado y se olvida hasta de respirar? ¿O tal vez conozcamos momentos de escucha tan atenta y entregada que, por momentos, nos olvidamos de nosotros mismos, y por tanto de inhalar de nuevo?

Hoy en día, hacemos lo que sea para evitar momentos de incertidumbre ¿Volverá o no volverá la primavera, la inhalación, por sí sola, sin esfuerzo ni manipulación? Queremos predecir lo que va a suceder, saber de antemano que al final todo va a acabar bien, hasta el punto de estar dispuestos a manipular, a sacrificar nuestra libertad a cambio de una supuesta garantía de seguridad. Así podemos sobrevivir, pero no sentirnos realmente vivos. Vivir de verdad implica reconocer que somos absolutamente vulnerables. Podemos asomarnos libremente, en este final del 2020, llenos de coraje, al abismo de la incertidumbre. Si no anestesiamos nuestra consciencia con los sucedáneos que estas fiestas de Navidad nos van a ofrecer en abundancia, podemos presenciar este año, potencialmente en cada respiración consciente, el nacimiento sutil, poco espectacular pero claro de la vida. Una vida que irradia tanta certidumbre y alegría que las tinieblas, por intensas que sean, no podrán prevalecer contra ella porque provienen de un ciclo viejo que entrará irremisiblemente en declive a partir del solsticio de invierno, permitiendo que brille la luz recién nacida.

¡Feliz Navidad!

¡Les deseo una feliz Navidad!

Katja Baumhauer

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